sábado, 7 de enero de 2012

Loco


Finalmente salimos del hospital de Coracora y regresamos en auto a Chumpi. Yo iba en el asiento trasero entre dos hombres y  tenía la miraba fija, pero perdida.  Estaba tenso y obstinadamente callado, lleno de incertidumbre y algo de temor por lo que sucedería al llegar. Supuse que había cometido un error, que desoí consejos y ahora, sólo quedaba afrontar la situación del mejor modo posible sin comprometer al resto del personal.


Un auto pasó raudo junto a nosotros y empapó el parabrisas con agua lodosa. Sólo entonces reparé en que seguía lloviendo. No había parado de llover desde que salimos del Centro, en Chumpi, hacía ya más de una hora. Quizá llovería toda la noche. 

De repente me fijé en la señora del asiento del copiloto. Hablaba con el chofer. Oía sus voces, pero nada más, sumido  en la preocupación. Pero entonces,  algo que ella dijo atrajo mi atención, como si me despertara, pues me resultó  familiar, me tocó y lentamente empecé a seguir sus palabras:”….G. entró en el restaurante, mientras yo servía. No había sitio libre porque los pasajeros del Sta. Clara malogrado llenaron el lugar. …” En efecto, yo fui a almorzar a ese restaurante y me quedé esperando  unos instantes parado, por lo lleno que estaba, con la esperanza de que el jovencito al que le pidiera una silla, fuera diligente. Pero la silla nunca llegó, así que me retiré.

….”entonces, G., enfurecido empezó a gritar, a insultarme y con un machete, me amenazó; felizmente habían dos ex policías entre los comensales;  luego de perseguirlo,  lo tiraron al suelo  y lo amarraron….”

 No cabía duda: el hombre que dormía plácidamente a mi lado, bajo los efectos de un sedante, con la cabeza ligeramente recostada sobre mi hombro, era el mismo que en un arranque de ira irrumpió con violencia en el local poco después de que yo saliera. El mismo hombre cuya mirada no pude sostener  cuando me pidió suplicante que le quitara las ataduras de las muñecas,  pues no iba a hacerlo, y que luego, muy colaborador y locuaz, ya con las manos libres, se sometió al tratamiento en Coracora. Sinceramente no podía conciliar ambos extremos en esa misma persona, pese a que en verdad, yo desconocía la historia completa, ni cómo había llegado al Centro de Salud.

El auto se detuvo frente al restaurante. Al lado, vivía la familia de G. Lo acompañé hasta su cama. El gobernador ya estaba en el lugar y cuando salía para ir al Centro, me preguntó sobre cómo se iba a proceder con el paciente.  Le respondí someramente y del modo más tranquilizador que me fue posible. Como respuesta, me sugirió que debía calmar al resto de personal del Centro, pues habían sido amenazadas mientras trataban a G., y tenían intención de pedir garantías. Sorprendido, incrédulo inclusive, le respondí  con fingida serenidad que lo haría, que no había por qué preocuparse, G. sólo iba a quedarse otra noche en el pueblo.

En el centro esperaban noticias. Les conté lo sucedido. Al  llegar a Coracora, los familiares insistieron en ir primero a la comisaría, pues sospechaban que G. tampoco sería recibido en el Hospital.  En realidad nuestro médico, un joven profesional, serumista como yo, un chico en el que admiro mucho el empeño que suele imponer a sus emprendimientos, actuó sinceramente cuando derivó a G. a Coracora. Nuestro establecimiento no tiene ni de cerca lo mínimo para atender un caso semejante, tenía que referir  sí o sí. De modo que llegamos a la Comisaría. El ambiente era tranquilo, un policía que miraba la tele nos recibió. Escuchó con cierta extrañeza el  pedido de la hermana de G., a quien observó con desconfianza, atado de manos como iba y soñoliento. Ella quería que lo tuvieran en una celda sólo por esta noche, pues ya estaban en camino sus hermanos, quienes lo llevarían a Lima al Hermilio Valdizán. El oficial nos condujo finalmente con el comisario. Una vez ante él, su hermana repitió su discurso con cierto atropello. El comisario, frunció el ceño con expresión interrogante, se levantó de su escritorio y nos pidió salir un momento de su oficina. En ese momento G. intervino y trató de dar su versión al agente sin lograrlo pues éste lo atajó en el acto y, elevando la voz hasta un tono que no admitía réplica, lo conminó a callarse y a esperar. En las próximas horas G. sería tratado como alguien sin derecho a voz (o lo que es peor, como si su voz no tuviera ningún valor, podía gritar, argumentar, pero bajo el manto de la locura todo sería inútil) sobre lo que le esperaba con el agravante de que debía ser testigo de tales intercambios, debía presenciar, hirviendo de rabia, como otros decidían por él.

Imposible, dijo el comisario, un esquizofrénico es inimputable, no puedo detenerlo. Mencionó el Código Penal, el Procesal Penal, que si la Fiscalía le exigía razones para la detención él no podría dar fundamento legal alguno, etc  y nos despachó, eso sí, con amabilidad. Advertí a la familia que yo contaba con un documento de referencia con el que G. sería admitido en el Hospital, así que paramos un mototaxi y nos dirigimos al nosocomio.

Bajé del vehículo presuroso y entré para buscar al médico de guardia. No estaba en Emergencia; alguien me informó que estaba haciendo visita médica. El Hospital Referencial de Coracora no es muy grande, sólo tenía que cruzar un pasillo y buscar entre los escasos pabellones que componían su espacio de Hospitalización. Hallé al galeno en el primer ambiente. Un hombre alto y corpulento, de piel morena y anteojos  me miró con cierta indiferencia y continuó garabateando en la historia clínica de un paciente. Lo miré insistentemente, sin disimular mi impaciencia y se acercó. Caminamos juntos hasta el hall y nos encontramos al resto de gente que esperaba su turno, aterrorizada alrededor de G. quien vociferaba amargamente que le aflojaran las ligaduras que sostenían sus manos a la espalda. Toqué su hombro, y suavizando la voz, lo conduje a Emergencia.

Le mostré al médico el documento de referencia. Le causó extrañeza el diagnóstico, habló con G. e indicó a un técnico que lo sedara. Ahora G. reclamaba con aspereza que lo tenían muerto de hambre. El técnico, compasivo, salió unos instantes y regresó con un pequeño refrigerio.

El medicó revisó la referencia, se quedó pensativo y salió diciendo que volvería, iba a hablar con los familiares. Les soltó el rollo de siempre: que había interrumpido su tratamiento, que habían actuado con irresponsabilidad y les dijo, para terminar, que G. no podía quedarse porque era un peligro puesto que en el Hospital no tenían un área de siquiatría, que el médico de Chumpi debió ver el modo más adecuado para manejarlo hasta que sea trasladado por sus hermanos.

 Devolverlo a Chumpi. Eran las 3 o 4pm y sus hermanos llegaba mañana. Manejarlo dijo. Me pareció un peloteo infame. Recibí entonces una hoja de contrarreferencia, para Chumpi, y el encargo de entregar personalmente a G. al médico e indicaciones poco precisas.

Traté de estar sereno mientras contaba esto a mis compañeros. Regresé a mi cuarto una vez concluido el relato. Mañana sólo habría que cambiarle el suero a G. y listo.

Pero al día siguiente, la cosas se complicaron debido a que G. se quitó el catéter que hería el dorso de su mano. Intenté hablar con él. Su miraba era dura y penetrante. Lo único que él quería es que lo trataran aquí mismo pues debía cuidar a sus animales, además en el Hermilio Valdizán, afirmaba, sólo se dedicaron a drogarlo. Había que sedarlo, primero y volverle a colocar el suero. Sus hermanos me dijeron que mejor aguardara hasta el momento en que lo iban a trasladar, entonces me avisarían.

Una vez en el centro, recordé como había procedido el técnico. El sedante, Diazepam, se administra por vía endovenosa. Yo nunca he puesto una, pero extraigo sangre de las venas de la gente todo el tiempo, así sólo tenía que mantener la calma y recordar. Salí un momento  de la oficina en que me hallaba y junto a la puerta descubrí  a unos de los hermanos de G. Tenía que bajar de inmediato.

Al llegar encontré a G. atado de manos, otra vez. Al ver a su hermano, recién llegado de Lima, adivinó de inmediato el motivo de la visita y se puso a destrozar cuanto objeto se cruzó con su mirada. Los tres hombretones, lo empujaron hasta su cama, y lo sujetaron sobre las sábanas. Lo pinché repetidas veces. No podía disimular ya mi inseguridad. Pero conseguí hallar la vena. Humillado, impotente, y adolorido, G. derramó algunas lágrimas entre maldiciones desesperadas.

A media mañana, y a la mala, G. fue trasladado por sus hermanos.

No hay capacidad de respuesta en la zona, para tratar a personas con el problema de G., salvo brutalidad y sedantes, le comenté después a una amiga. Hicimos lo que pudimos.






No hay comentarios: